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De chucherías y calabazas

Una chuchería es, según el "Diccionario", una cosa de poca importancia, pero pulida y delicada. Era una palabra con la que se quitaba importancia al regalo que uno ofrecía a alguien, cuando se le agradecía: "Bah, no es más que una chuchería".

Como segunda acepción, que es la que nos interesa, se define chuchería como alimento corto y ligero, generalmente apetitoso. Hoy, la palabra se ha visto recortada, como tantas otras (jibarizar las palabras es una horrible manía de la que no se salva nadie), y se ha quedado en "chuche".

A los niños les encantan las chuches, entendiendo por tales todo tipo de lo que antes llamábamos golosinas, especialmente aquellas a las que nuestros padres llamaban directamente "porquerías" ("niño, no comas porquerías") e incluyendo todas las creaciones de, como se dice ahora, "última generación".

En mi casa no hay niños, pero estos días hacemos acopio de chuches. La razón es que Hollywood y, sobre todo, los grandes almacenes han impuesto una celebración completamente ajena a las tradiciones hispanas, que es, como han adivinado ustedes, la noche de Halloween, festividad celta exportada a los Estados Unidos por los irlandeses cuando las grandes hambrunas del XIX.

De modo que estos días veremos multitud de calabazas vaciadas, con cortes que simulan boca y ojos, iluminadas desde dentro, y vendrán a llamar a nuestra puerta todos los chiquillos del barrio, con disfraces de lo más estrafalario pero presuntamente terroríficos (este año parece que va a triunfar al "traje de ébola").

Al grito de "truco o trato", traducción no muy literal del inglés "trick or treat", tratarán de obtener un cargamento de sus queridísimas chuches.

Eso es hasta bonito; los críos se lo pasan en grande, y a los mayores, en general, nos gusta verlos divertirse. Otra cosa es lamentar que dos creaciones puramente comerciales, Halloween (de "all Hallows' eve", víspera de Todos los Santos) y Santa Claus (del europeo San Nicolás), de ámbito angloamericano, hayan desplazado las tradiciones hispanas.

Qué se le va a hacer; hace dos mil años Roma imponía sus costumbres y hoy las imponen los Estados Unidos de América.

Preparen, pues, calabazas, llámenlas así o zapallos, para la famosa noche. En otros tiempos, la noche especial era la del uno al dos de noviembre, la noche de difuntos o de ánimas, en la que se contaban junto a la chimenea cuentos de terror. Si sería así que dos de las leyendas más terroríficas de Gustavo Adolfo Bécquer, "El Miserere" y "El monte de las ánimas", transcurren esa noche.

Pero hoy las cosas son como son, y no vamos a tirar una hermosa calabaza. Fruta no muy popular, con la que se indicaba que una muchacha había rechazado a un pretendiente ("le ha dado calabazas") o que uno había suspendido un examen ("me dieron una calabaza").

Disfrutémoslas. Por ejemplo, preparando una cremita para la cena. Así, laven, pelen y corten en daditos una zanahoria, un puerro y una cebolla. Pongan un poco de aceite de oliva en una olla y sofrían las verduras hasta que se ablanden. Incorporen entonces una papa, así como medio kilo de calabaza naranja, todo ello igualmente troceado.

Cubran con un caldo, que puede ser de verduras o de ave, y dejen hacerse a fuego suave unos 40 minutos. Trituren todo y sírvanlo.

En casa decoramos esta crema con una espiral de nata líquida: aporta untuosidad y además hace bonito. Y ponemos al lado un platito con dados de pan como de menos de un centímetro de lado, que antes hemos secado en el horno, una vez rociados con un poco de aceite de oliva aromatizado con ajo y guindilla.

Hay que dosificar estos costrones y poner sólo unos pocos cada vez para que no les dé tiempo a empaparse en la crema y perder la textura crujiente, que es su magnífica aportación a este plato.

No está nada mal, aunque los niños prefieran, sin duda, las chuches.